Te hacía yo más lejos de lo que estabas aquella mañana del 10 de Agosto cuando abrimos por primera vez las puertas del horno. No sé, no me imaginaba encontrarte dentro esperándonos como si tal cosa, sin aspamientos, ni gritos, ni lloros, ni nada. Pero allí estabas, sentado delante de una mesa en la esquina de la barra, con un cervecita como rubia compañera y un paquete de Ducados en el lateral de un cenicero a rebosar, callado, expectante pero disimulado, casi distraído, casi atento. Al principio nos dejaste hacer, tema de acondicionamiento: pintar paredes, limpiar váteres (bravo Pili), tensar cables, colgar sábanas... No es mi campo, pienso que pensaste. Qué buena está la cerveza, pocas veces el hombre ha estado delante de un descubrimiento más importante a lo largo de toda su existencia, ni volverá a estarlo. De repente a Juan le dio por colocar el cartel de la exposición en la puerta y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estabas ahí, justo en el momento en que te atragantaste a medio trago por culpa de una carcajada que no pudiste aguantar para ponerlo todo perdido. Sin darnos cuenta nos pusimos a hablar por tu boca intentando parafrasear una hipotética barbaridad socarrona que se te hubiera podido ocurrir. Te vimos pintar los cuadros y de algunos hasta desistimos en buscarle explicación, demasiado para un mortal. Nos reímos de ti y contigo; nos reímos de nosotros desde ti; incluso nos reímos a ratos del mundo entre nosotros. Recuerdo las sonrisas, muy en especial la de Antonio, las ganas de hacer lo que estábamos haciendo, en permanente contacto con Paco desde Galicia, conscientes de que la mitad de lo que hacíamos era únicamente por nosotros, porque nos lo debíamos después de todo el dolor que nos había producido tu muerte, maldito cabrón, que ya te vale. Ante el dolor sólo cabe una posibilidad: terminar con él, como sea. Para nosotros el cómo fue poner las cosas en su sitio, el hecho de que tú fueras un completo despreocupado no quiere decir que nosotros nos fuéramos a quedar con las ganas de contarle a la gente de tu pueblo ese secretillo que tenías tan bien escondido. La genialidad es algo que no se puede ocultar siempre, tarde o temprano alguien la reconoce y se queda maravillado -que conste que pintas muy raro, pero a nosotros nos encanta-. Llegó un momento en que estabas en todas partes: en la pared, en las bocas, en los ojos, en la música, en las camisetas, en la tele... Tanto llegaste a estar que al final te fuiste, como de costumbre sin preaviso, supongo que a dormir o a cagar, pero te fuiste para no volver, libre al fin de las ataduras de nuestras deudas para con nosotros, entre abrazos, risas y cervezas; entre lágrimas y caricias; entre pena y ternuras. Y esta vez sí nos dimos cuenta aunque nadie dijera nada, pues ya hacía rato que por fin nos habíamos despedido de ti. Adiós. José Vicente Sanfélix |
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