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Vicente Gil no es cocinero profesional, pero pocos pueden mostrar con orgullo una trayectoria como la suya. Durante medio siglo ha sido el encargado de preparar el estofado de toro que se sirve en la plaza de Fuentes, un ritual sin parangón en pueblos de los alrededores. Vicente Gil ha tenido un protagonismo destacado en esta tradición, y ahora, al colgar el mandil, evoca los años en que todo comenzó. Estos son sus recuerdos. Cada 16 de agosto, a las cinco de la mañana, Vicente Gil salía de su casa y se encaminaba hacia la plaza de la Iglesia. Recién aseado, con su impecable chaquetilla blanca, su estampa era muy distinta a la que ofrecían las gentes que se cruzaban a su paso: rostro abotargado, profundas ojeras y paso errático, por lo general. A esa hora el toro había sido ya sacrificado o faltaba poco para que recibiera la puntilla que iba a acabar con su vida. Minutos más tarde, el astado, abierto en canal, colgaba crucificado del palo más alto de la barrera de la plaza. Una estampa que hubiera filmado y firmado con devoción cualquier director surrealista. Vicente Gil, ajeno como el resto de los presentes al posible significado de esa estampa para ellos tan frecuente, iniciaba en ese instante su día más largo, el más comprometido: iba a empezar a cocinar la carne del toro. Así fue hasta el año 2000, en que dobló la chaquetilla por última vez y dijo que ya no estaba en condiciones. Como los buenos toreros, prefirió retirarse a tiempo, antes de que el respetable le afeara una mala faena.
La replaceta era el escenario y la ausencia de mujeres, en los primeros años, otra de las cosas que recuerda con claridad. Pero no puede precisar si todo ello ocurría ya antes de la guerra civil. “Viví en Fuentes hasta el final de la guerra. Cuando avanzaron los nacionales nos fuimos a Valencia y allí estuvimos hasta que acabó”. Después de la guerra la familia volvió a Fuentes y parece que es en ese momento cuando se inician las cenas en la replaceta, según registra su memoria.
Cuando llegó a la mili los fogones no eran algo nuevo para él, porque cuando murió su madre, en 1934, él tenía apenas ocho años y tuvo que ocuparse de la cocina. Vicente es el sexto hermano de la familia de los cesteros -María, Vicenta, Josefina, Pilar, José, Vicente y Miguel-, pero es el único que no aprendió a hacer canastos, dedicado como estaba a procurar alimentar a la familia.
Sus habilidades culinarias pronto traspasaron fronteras. Cuando los mozos de Fuentes iban de fiesta por los pueblos cercanos también ejercía de cocinero. “Matábamos un borrego y lo cocinábamos para nosotros”, rememora Vicente, que cree recordar que hasta en Onda dieron buena cuenta de un cordero. Aunque también hicieron alguna barrabasada, como cocinar un gato para los amigos, no se sabe bien si porque eran tiempos de penuria o por simple desmadre juvenil. Nada que ver con la dedicación que ponía al preparar su estofado de toro, en el que supo extraer los mejores jugos a los pedazos de carne menos nobles, aquellos que quedaban sobrantes del reparto de la carne entre los vecinos. “Solomillo no he visto nunca. Decían que había de todo, pero yo solomillo nunca he visto”, repite con una sonrisa. Entre esos ingredientes tampoco figuraban las vísceras, porque a buena mañana de ese mismo día Vicente Gil las cocinaba con cebolla. Para los amantes de esa parte de la res, aquello era un festín: sangre frita, corazón, hígado, “lubiano”... Hasta que el mal de las vacas locas aconsejó desprenderse de las vísceras, ese desayuno congregaba a no pocos vecinos, que sólo necesitaban un poco de pan para atacar la olla común recostados en la pared de la iglesia, en la calle del Barranco
Esa tarde Fuentes respira un ambiente especial: el pueblo está en calma, inusitadamente tranquilo después de la vorágine vivida sólo veinticuatro horas atrás. Muchos duermen los excesos. Otros se acicalan para la procesión. Cuando los pasos de la Virgen y san Roque salen a la calle sólo el doblar de las campanas rompe ese silencio que se ha apoderado del pueblo. En su rincón, ante las perolas, Vicente, Antonio y Armando preparaban el fuego. Con leña, como debe ser. La ceremonia empezaba a la taurina hora de las cinco de la tarde. En las ollas echaban todos los productos excepto la patata: la carne, los tomates, los ajos, las cebollas, el aceite, la sal... y un chorrito -generoso- de coñac. El chup-chup que desprendían las ollas era un jugo cargado de sabores y especias donde se cocía la carne. Era el momento más delicado del proceso: allí dentro casi no hay líquido, sólo ese zumo sustancioso y existe el riesgo de que los alimentos se peguen al fondo. Había que controlar bien el fuego, mantenerlo bajito y remover continuamente. Eso, que en unos fogones de gas es una tarea relativamente simple, se convierte en toda una odisea cuando resulta que el fuego está formado por troncos, y por tanto hay que poner o quitar, y las perolas son enormes y mantienen un equilibrio inestable sobre los hierros que las separan del fuego. Y, para colmo, se necesita remover tanto que cuando se ha acabado la última hay que empezar de nuevo por la primera.
Esta primera fase del proceso requería de tres a tres horas y media (dependía de la dureza de la carne del astado) y concluía como había empezado: con otro chorrito de coñac. Era el momento de echar más leña al fuego y llenarlas de agua. Y había que conseguir que hirvieran todas al mismo tiempo. La maniobra también tenía su complicación, porque allí dentro había cien litros de alimentos y agua, unas medidas que se escapan de cualquier hábito culinario. Al cabo de media hora llegaba el momento de añadir la otra parte fundamental del guiso: las patatas. Un grupo de voluntarias -la mayoría siguen siendo mujeres, aunque ya sería hora que se notase ahí algún cambio- había pasado la tarde pelando y cortando patatas: casi 150 kilos, que ya son patatas. Vicente Gil tiene también su pequeño truco para que se mantengan enteras: “Las patatas se tienen que romper, no cortar. Marcas el corte con el cuchillo y luego la troceas". Era el punto final: sólo quedaba media hora de ebullición y el estofado estaba a punto para ser servido en la plaza: doscientos comensales aguardaban y Vicente Gil esperaba su veredicto. El ritual se ha cumplido año tras año y nadie ha podido sustraerse a esa imagen irrepetible de una plaza llena de gente, platos y perolas. Esa plaza, esa gente, ha sido el mejor reconocimiento que Vicente Gil ha tenido en todos estos años.
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![]() sustituidas por cuatro ollas de aluminio de cien litros cada una. |
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El tío Vicente en plena faena, verano 1977 foto: cedida por Lidia |
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Texto: Juan J. Caballero Gil (Agosto de 2002) |
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