Severino Gil ha pasado cuarenta años de su vida en los montes de Fuentes, dedicado a la tala de pinos. Sus recuerdos hablan de oficios, herramientas y animales ya olvidados.

Ha cortado miles y miles de pinos en su vida y sin embargo pocos hay tan respetuosos con la naturaleza como este hombre de 67 años de mirada alegre y saludo educado que ha pasado más de media vida en el monte. A Severino Gil conceptos como ecología y sostenibilidad no le dicen mucho, pero él, como todos los que han tenido que basar su supervivencia en lo que da de sí la naturaleza, saben que, ante todo, hay que respetarla.

A lo largo de la conversación Severino no ha hecho juicios de valor. Ha explicado las cosas de forma desapasionada, no ha dicho una mala palabra de nadie. Pero en esa charla tranquila, cuajada de fechas y detalles, ha dejado caer una frase rotunda: “Los montes son el ser de la vida. Siempre que he podido salvar un pino, lo he salvado. Siempre he tenido mucho cuidado al tirar los árboles, para que no cayeran sobre otros pinos. Si respetas, te respetan”.

Primera historia: los pinos

Con ese respeto por el monte salía cada mañana Severino calzado apenas con unas albarcas de goma que compraba en casa Lucía por quince pesetas. Al hombro, el serrucho tronzador, extraordinariamente flexible y de un metro y medio de largo. Ya en el monte, Severino en un extremo y su pareja en el otro (unos días Fermín, otros Antonio Pérez...) iniciaban ese movimiento de vaivén que acababa con el árbol en tierra. Cortaban los pinos, los pelaban, los troceaban y los llevaban hasta el pueblo cargados en un baste, arrastrado por un macho. Un macho era capaz de arrastrar uno o dos palos, que medían entre 8 y 10 metros. Desde el pueblo los transportaban en camiones de 6.000 kilos que cargaban unos 35 pinos. Los llevaban sobre todo a Onda y a Villarreal, aunque algunos iban a parar a Burriana y a Castellón.

Eran los años cincuenta y cobraban veinte pesetas diarias por trabajar de sol a sol. “Una pareja buena cortaba con el tronzador cien pinos en un día. Nosotros cortábamos y otros los pelaban. En cortarlos tardábamos unos diez minutos y en pelarlos, unos veinte minutos”.

Severino y sus compañeros de cuadrilla eran contratados por Celestino Pastor y se recorrían los montes de Fuentes. Trabajaban en la Jara (fuente del Zuro), en Zailes, en El Vago... Las colinas de El Alto y Juan Lentejas estaban llenas de pinos. Pero sólo se podían cortar los árboles que marcaba el guarda forestal. Severino recuerda que nunca cortó un pino que no le correspondiera. “Nunca he tenido cuestiones con ningún dueño, nunca”, afirma con rotundidad

En 1966 Severino empezó a trabajar solo. En aquellos años también se dedicaban a cortar pinos Anastasio y Francisco Sales. A menudo recibían encargos de gente de otros pueblos –de Torralba, de Ayódar, de Onda...- que necesitaban madera. En ocasiones iban a cortar a Torrechiva, a Ayódar y a Torralba, donde, recuerda Severino, encontró restos de proyectiles de la Guerra Civil. Uno de los mejores encargos –dice- fue el del tío Mochenta, de Ayódar, que compró 730 pinos en varios puntos de ese pueblo.

La temporada era corta y todo dependía de que los propietarios pudiesen vender la madera. “La usaban sobre todo para hacer cajas americanas, para las naranjas, porque la madera de pino blanco o pino carrasco tiene nudos y no sirve para fabricar muebles”. La otra clase de pino, el rodeno, tiene la piel más suave, pero en Fuentes hay pocos árboles de este tipo.

En un año podía cortar entre 500 y 700 pinos, pero en 1970 llegó hasta los 1.300 pinos en poco más de un mes. Ese fue su último año con el tronzador, porque el año siguiente se compró una sierra mecánica. Para conocer la cantidad de madera que cortaban, los pinos se tenían que cubicar. Medían la longitud y la circunferencia y mediante una tabla podían conocer cuánto cubicaba.

El pino más grande que ha talado Severino cubicaba 1 metro y 700 centímetros. Es, que él recuerde, el más grueso que se ha cortado en la zona. “Medía 16 metros de alto y estaba situado en el camino de Torrechiva, en ese término municipal. El propietario no quería cortarlo, pero hubo una quema en el 80 y resultó dañado por el fuego”. También en la Jara encontró dos buenos ejemplares, que acabaron convirtiéndose en la barrera de la calle baja, la que da a la plaza.

El corte de pinos casi siempre era selectivo y no se apreciaban los efectos de la tala en el monte. Cuando cortaban, las ramas quedaban en el suelo, pero no duraban mucho. “Antes el monte estaba limpio. La gente cogía las ramas pequeñas que quedaban en el suelo porque la necesitaban `para hacer leña. Para la cocina, para la chimenea... A la rama pequeña le llamábamos ‘la ramuja y a las grandes, “cándalos”. En cuatro días quedaba el monte limpio.”

En ocasiones, la tala afectaba a una área muy grande. A eso le llamaban “matarrasa”, dice Severino. Lo hacía el Estado para cambiar el tipo de árbol de un lugar determinado. Cortaban todos los pinos, limpiaban el terreno y plantaban lo que querían y como querían. Severino recuerda que en Torralba cortaron a “matarrasa” unos 10.000 metros cuadrados, algo así como una manzana del ensanche de Barcelona.

Los montes de Fuentes estaban repletos de oliveras, garroferas, alcornoques y carrascas (encinas), que también servían de sustento a otras familias. Severino recuerda que en el pueblo había varias personas que elaboraban carbón. Cita a Aurelio Bou, al Vaquero… Había carboneras en Las Clochas, en la Piedra del Buitre, en La Jara... Eran pequeñas construcciones de piedra como una especie de iglú- donde se depositaba la madera y se le prendía fuego, para que se consumiera lentamente. Era un proceso que llevaba muchas horas y exigía una atención continuada. En esos días en que hacían el carbón había que quedarse por la noche en el monte, en una caseta que habilitaban junto a la carbonera. El carbón era luego vendido en Onda, donde se utilizaba para cocinar.

Segunda historia: los machos

Severino el año 1986 con su sobrina Eva y "tordillo"
El trabajo en el monte exigía un medio de transporte de confianza y los machos se convirtieron en esos años en los más fieles aliados de quienes se dedicaban a la madera. Severino demuestra de nuevo que su memoria no falla cuando rememora cómo eran algunos de los seis machos que tuvo. En los años sesenta un ejemplar costaba unas 300.000 pesetas, pero Severino recuerda que quisieron comprarle uno de ellos por 600.000 pesetas. “Aquél macho lo había comprado en Lucena. Era un animal joven, muy bueno, sólo tenía quince meses y lo traje a Fuentes por el camino de Argelita. Tardamos siete horas en llegar”.

Pero al que nunca olvidará es al que se le “desgració” en 1967. “Los machos arrastraban los troncos, que iban sujetos por una cadena al animal. Había que ir con mucho cuidado porque como los troncos eran muy largos, con cualquier movimiento podían salirse del sendero. Y eso le pasó a un macho en el camino del pozo Negro. Al caer por el ribazo, la madera arrastró al animal hasta el río, como unos veinte metros más abajo”. Severino bajó hasta donde había quedado malherido, puso su hombro bajo las quijadas de atrás y ayudó al macho a subir hasta el camino. Así, muy despacio, cargando gran parte del peso del macho sobre sus espaldas, consiguió llegar hasta Fuentes. Pero poco se pudo hacer por el caballo, que murió al cabo de seis o siete días. Aún recuerda Severino el lugar donde lo enterraron. Entre media docena de compañeros cavaron un pozo bien profundo y allí acabó el macho, cubierto con cal viva.

Cuando en 1990 Severino dejó el monte los machos quedaron ya para la trilla. En el pueblo fueron también desapareciendo poco a poco y muy pronto dejaron de formar parte del paisaje de los montes y las calles del pueblo.

Tercera historia: las sierras

Los años pasaban y nuevas herramientas llegaron a Fuentes. Severino fue la primera persona que llevó una sierra mecánica al pueblo. Aquel artilugio revolucionaría la tala de pinos. “Era de la marca Solo, pesaba 14 kilos y tenía una cadena de 65 dientes. Me costó 16.950 pesetas”. La memoria de Severino parece no tener límites, porque también recuerda el peso, el precio y el lugar de origen de la segunda sierra, comprada entre 1976 y 1977. “Me costó 41.000 pesetas, era japonesa y pesaba 9 kilos”. Y qué decir de la tercera, adquirida entre 1983 y 1984. “Pagué 65.000 pesetas, también era japonesa y pesaba más o menos lo mismo que la segunda”.

Severino se manejó bien con aquellas máquinas y no sufrió ningún percance grave. De su época con la sierra y el hacha sí le quedan secuelas: tiene en el cuerpo cuatro o cinco cortes de golpes de hacha, entre ellos uno grave en la rodilla, que le obligó a pasar 26 días sin trabajar. Por fortuna tenía una póliza de una mutua de seguros que permitió a la familia salir adelante sin mayores sobresaltos.

Cuarta historia: los incendios

La memoria de Severino se vuelve triste cuando recuerda los tres grandes incendios que han afectado a Fuentes. “En 1933 hubo el incendio de la Jarica, que empezó por culpa de una colilla mal apagada y quemó entre diez y doce hectáreas. El causante tuvo que ir a declarar a Lucena y nunca se recuperó de aquello”. Severino no dice mucho más, no quiere citar el nombre de la persona que causó el incendio, aún sabiendo que ese nombre es conocido por uno de los interlocutores. El causante involuntario del incendio nunca más volvió a ser el que era. “Cien vidas viviera no pagaría el daño que he hecho”, solía repetir a su familia. Trece años después murió de un ataque al corazón sin haber podido olvidar lo que pasó.

Poco después de terminar la Guerra Civil, en 1941, hubo otro gran incendio, que quemó el Rodeo y la Bailía. “El fuego –explica Severino- se inició en la partida del Morrón, a causa de un rayo”.

También un rayo fue el causante del incendio más terrible que ha padecido Fuentes, el del 4 de julio de 1994, una fecha que guarda Severino claramente en la memoria. “Nació en Espadilla por culpa de un rayo. Estuvo tres días quemando en el término de Espadilla y Ayódar. El fuego empezó un sábado y llegó el lunes a Fuentes. Se quemó todo. Es el incendio más grande que he visto. Daba miedo. Tenías las llamas en la huerta. Estaba todo lleno de humo. El pueblo ya estaba preparado para ser desalojado. Pero fue todo muy rápido: tal como entró por La Jarica salió por Cuevas Santas, el Vago y Macasta.

Ha sido el único momento de la conversación en que Severino Gil ha dejado de sonreír. Sólo los que han vivido del monte y en el monte conocen de verdad el valor tremendo de su destrucción.

El hombre tranquilo

Severino Gil agosto 2004. Foto: Joan Ros

A Severino es habitual verlo en los días calurosos sentado en una silla de enea a la puerta de su casa, en la calle del Horno, para aprovechar la brisa fresca que llega de levante. Severino es un hombre tranquilo que por la mañana se encara al norte y por la tarde, al sur, recostado en la pared del que fue su bar. Junto a esa pared y en una tarde de agosto que debería ser plácida tiene lugar la conversación, en presencia de Joan Ros, pero las palabras de Severino son apenas audibles porque los altavoces lanzan al aire de forma inmisericorde una retahíla de jotas.

Severino Gil nació el 20 de noviembre de 1929 en el barrio alto y recuerda de su niñez junto a sus hermanas Joaquina y Vicente que en el pueblo vivían una cincuentena de niños y niñas. Fuentes tenía entonces 400 habitantes, pero cuando Severino se casó con Araceli Lucas en 1955 ya sólo quedaban 300 personas.

Iban al colegio de nueve a una de la mañana y de tres a cinco de la tarde. “Los maestros cambiaban mucho en aquella época”, rememora Severino, quien guarda un recuerdo excelente de don José, un maestro de Silla al que movilizaron por la Guerra Civil.

Severino se levantaba en cuanto despuntaba el día y antes de ir a clase ya pasaba por la huerta. Después de clase, volvía de nuevo al campo. Del colegio no conserva muchos recuerdos, más allá de que le enseñaban a rezar.

A los doce años dejó de ir a clase con regularidad, pero aún recibía lecciones de don Antonio, que se prolongaron hasta que tuvo quince años. Después ya no pudo volver a estudiar.

Bar de Severino y Araceli
Puerta del Bar de Severino y Araceli
Mientras Severino trabajaba en el monte Araceli se ocupaba del bar, situado en ese rincón del que arrancan las escaleras que unen la calle del Horno con la calle Alta. El bar lo abrieron en el 55 y lo tuvieron abierto hasta finales de los sesenta. En los últimos años era habitual ver a las niñas Araceli y Eulalia moviéndose con soltura por entre las mesas y los taburetes de madera. En el bar también vendían tabaco, algunos productos diversos como jabones y se despachaba el pan que llegaba de Ayódar. Justo al lado de la puerta había una pequeña estancia con tela metálica a la entrada donde se guardaba el pan.



Texto: Juan J. Caballero Gil (Agosto de 2004)